Existe un secreto, una convención, de que nadie habla, una especie de impunidad augusta y misteriosa. Por eso se acude a la sala para experimentar sensaciones inimitables,
especiales, y que esa convención se las dará.
Pero por entendido tambien que despues de esa especie de espasmo espiritual, nadie parecerá recordarse de ello. Inician entre las partes una edad de oro.
Un concierto es una manera de vivir tan hermosa y tan extraordinariamente superior al conjunto de la vida social que nadie, no siendo loco, creería posible que esa armonía, milagrosamente prorrogada, se convirtiese en hábito de nuestra existencia.
Los músicos y los concurrentes prueban que la humanidad puede conocer, por asentimiento total y perfecto, las alegrias de la unidad en lo múltiple. Pero nos sorprendemos tanto de ello, hasta nos asustamos tan pronto, que no podriamos considerar tal unión sino como la delicia de un instante.
La música crea una vida superior de la que en nuestra humildad no nos creemos dignos. Y entonces, para excusar con un sofisma nuestra falta de fe en nosotros mismos, declaramos sonrientes que se trata de un placer, es decir, de un robo de algunos minutos felices a las feas miserias cuyo encadenamiento, consentido por nuestras nucas dóciles, constituye lo que calificamos de vida normal.
(Fragmento de "La religión de la música", 1909)
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